Atacama: soluciones privadas para problemas públicos
Jaime Retamal Salazar, Phd en Educación y académico de la Universidad de Santiago de Chile
Como se ha podido observar, desde el diseño hasta la implementación de los Servicios Locales de Educación han sido puestos en cuestión. Sus demiurgos, que van desde académicos universitarios, asesores políticos y funcionarios en distintas reparticiones del Estado, hasta ONGs o fundaciones organizadas desde la sociedad civil son, además, sus acérrimos defensores, como si estuviéramos frente a verdades reveladas y dogmáticas; o como si estuviéramos en presencia de procesos que son irreversibles.
Cuando se trata de la educación pública nada es revelado y nada es reversible. Todo se puede volver a discutir y todo se puede volver a comenzar. ¿Cuál será la percepción de estos dogmáticos actores cuando, a propósito de lo que ocurre en Atacama, volvemos a constatar que para problemas públicas hay soluciones privadas? Es un viejo adagio que ha estado presente desde el retorno a la democracia en el diseño de la política educacional. Es una especie de formulación del principio de subsidiariedad.
A lo anterior es imperativo agregar que estamos en presencia de una crisis o una emergencia educativo pedagógica que pone en riesgo el rol del Estado de garantizar el derecho a una educación pública, gratuita y de calidad -este es el punto- de miles de familias de estratos sociales vulnerables. Creo que más de cincuenta días sin dar solución efectiva a la tragedia educativa de Atacama sólo es posible porque no se la ve, no se la escucha, no se la atiende. Los medios han reproducido informes que enumeraban la cantidad de problemas que vienen viviendo las comunidades escolares desde hace ya bastantes meses. ¿Porqué no se escucha al que es un estudiante más vulnerable? El gobierno ha dicho que el problema no es de ellos, sino del Estado, y han comenzado el juego de pasarse la pelota o la papa caliente unos a otros, hasta que en definitiva en un acto medio autoritario se decreta desde el nivel central que si o si deben comenzar las clases con tal o cual plan pedagógico. Es decir, terminar tirándole la pelota a las víctimas, a las comunidades escolares de Atacama. Que ellos decidan.
Con platas públicas, anunciaba una de las autoridades centrales de los servicios de educación pública, había ordenado realizar un documento en derecho respecto de cuáles eran sus atribuciones de acuerdo a la ley. En ese marco hizo notar en una sesión de la comisión de educación del Senado que su gestión reciente (arreglar una bandeja de una fotocopiadora en mal estado) era prácticamente «un favor» que estaba haciendo. Una profesora indignada ante tal displicencia le espetó entonces su malestar más o menos con la siguiente idea «para qué viene, si no puede hacer nada».
Y este es uno de los asuntos más graves. Las autoridades han insistido que las comunidades educativas de Atacama son incapaces, que tendrán que capacitarse por no saben, no tienen las habilidades, falta formación. La ausencia de reconocimiento y el atropello a la dignidad de los profesionales ha sido muy inusual. Es una especie de verticalismo que no escucha ni atiende, pero sí que impone, clasifica, ordena. ¿Esa es la educación pública que queremos? No es posible una educación pública sin las comunidades escolares animadas y coparticipes del proceso educativo pedagógico; mucho menos, sin el profesorado, al que se le vuelve a despreciar.